martes, 16 de noviembre de 2010

Illia en pijamas, por Alfredo Leuco

El sábado, en su glorioso recital, Jairo contó una vivencia estremecedora de su Cruz del Eje natal. Una madrugada su hermanita no paraba de temblar mientras se iba poniendo morada. Sus padres estaban desesperados. No sabían que hacer. Temían que se les muriera y fueron a golpear la puerta de la casa del médico del pueblo. El doctor Arturo Illia se puso un sobretodo sobre el pijama , se trepó a su bicicleta y pedaleó hasta la casa de los González. Apenas vio a la nenita dijo: “Hipotermia”. “No se si mi padre entendió lo que esa palabra rara quería decir”, contó Jairo. La sabiduría del médico ordenó algo muy simple y profundo. Que el padre se sacara la camisa, el abrigo y que con su torso desnudo abrazara fuertemente a la chiquita a la que cubrieron con un par de mantas. “¿No le va a dar un remedio, doctor?”, preguntó ansiosa la madre. Y Arturo Illia le dijo que para esos temblores no había mejor medicamento que el calor del cuerpo de su padre. A la hora la chiquita empezó a recuperar los colores. Y a las 5 de la mañana, cuando ya estaba totalmente repuesta, don Arturo se puso otra vez su gastado sobretodo, se subió a la bicicleta y se perdió en la noche. Jairo dijo que lo contó por primera vez en su vida. Tal vez esa sabiduría popular, esa actitud solidaria, esa austeridad franciscana lo marcó para siempre. El teatro se llenó de lágrimas. Los aplausos en la sala denotaron que gran parte de la gente sabía quien había sido ese médico rural que llegó a ser presidente de la Nación. Pero afuera me di cuenta que muchos jóvenes desconocían la dimensión ética de aquél hombre sencillo y patriota. Y les prometí que hoy, en esta columna les iba a contar algo de lo que fue esa leyenda republicana.

Llegó a la presidencia en 1963, el mismo año en que el mundo se conmovía por el asesinato de John Fitzgerald Kennedy y lloraba la muerte del Papa Bueno, Juan XXIII.

Tal vez no fue una casualidad. El mismo día que murió Juan XXIII nació Illia como un presidente bueno. Hoy todos los colocan en el altar de los próceres de la democracia.

Le doy apenas alguna cifras para tomar dimensión de lo que fue su gobierno. El Producto Bruto Interno (PBI) en 1964 creció el 10,3% y en 1965 el 9,1%. “Tasas chinas”, diríamos ahora. En los dos años anteriores, el país no había crecido, había tenido números negativos. Ese año la desocupación era del 6,1%. Asumió con 23 millones de dólares de reservas en el Banco Central y cuando se fue había 363. Parece de otro planeta. Pero quiero ser lo mas riguroso posible con la historia. Argentina tampoco era un paraíso. El gobierno tenía una gran debilidad de origen. Había asumido aquel 12 de octubre de 1963 solamente con el 25,2% de los votos y en elecciones donde el peronismo estuvo proscripto. Le doy un dato mas: el voto en blanco rozó el 20% y por lo tanto el radicalismo no tuvo mayoría en el Congreso. Tampoco hay que olvidar el encarnizado plan del lucha que el Lobo Vandor y el sindicalismo peronista le hizo para debilitarlo sin piedad. Por supuesto que el gobierno también tenía errores como todos los gobiernos. Pero la gran verdad es que Illia fue derrocado por sus aciertos y no por sus errores. Por su historica honradez, por la autonomía frente a los poderosos de adentro y de afuera. Tuvo el coraje de meter el bisturí en los dos negocios que incluso hoy mas facturan en el planeta: los medicamentos y el petróleo. Nunca le perdonaron tanta independencia. Por eso le hicieron la cruz y le apuntaron los cañones. Por eso digo que a Illia lo voltearon los militares fascistas como Onganía que defendían los intereses económicos de los monopolios extranjeros. El lo dijo con toda claridad: a mi me derrocaron las 20 manzanas que rodean a la casa de gobierno.

Nunca más un presidente en nuestro país volvió a viajar en subte o a tomar café en los bolichones. Nunca mas un presidente hizo lo que el hizo con los fondos reservados: no los tocó. Nació en Pergamino pero se encariñó con Cruz del Eje donde ejerció su vocación de arte de curar personas con la medicina y de curar sociedades con la política. Allí conoció a don González el padre de Marito, es decir de Jairo. Atendió a los humildes y peleó por la libertad y la justicia para todos.

A Don Arturo Humberto Illia lo vamos a extrañar por el resto de nuestros días. Porque hacía sin robar. Porque se fue del gobierno mucho mas pobre de lo que entró y eso que entró pobre. Su modesta casa y el consultorio fueron donaciones de los vecinos y en los últimos días de su vida atendía en la panadería de un amigo. Fue la ética sentada en el sillón de Rivadavia. Yo tenía 11 años cuando los golpistas lo arrancaron de la casa de gobierno. Mi padre que lo había votado y lo admiraba profundamente se agarró la cabeza y me dijo: - Pobre de nosotros los argentinos. Todavía no sabemos los dramas que nos esperan.

Y mi viejo tuvo razón. Mucha tragedia le esperaba a este bendito país. Yo tenía 11 años pero todavía recuerdo su cabeza blanca, su frente alta y su conciencia limpia.

martes, 2 de noviembre de 2010

Dilemas del nuevo kirchnerismo - *Por Jorge Fernández Díaz

Cuando un líder personalista desaparece de escena sobreviene en su entorno la tentación de calcarle hasta los errores. Esa superstición surge de la repentina necesidad de no romper la fórmula secreta de la magia. Como decía un personaje de Borges sobre un guapo barrial: "Lo admirábamos tanto que hasta le copiábamos la forma de escupir". Es posible que ese síndrome aqueje por estos días a la viuda y los herederos políticos de Néstor Kirchner, quien gobernaba en una soledad asombrosa y llevaba a cabo trucos intransferibles que ahora otros deben ejecutar disfrazados de lo que no son.

Uno se pregunta si sería posible la continuación, e incluso la profundización del modelo kirchnerista sin las patologías personales de su factótum. ¿Se podría llevar a cabo la misma política sin la propensión a la violencia verbal, la venganza, la división y el desprecio por el disidente? ¿O estas modalidades, por el contrario, son constitutivas del proyecto? "Para cambiar las cosas no quedaba otra que ser jacobinos", me dijo este fin de semana un kirchnerista cuando le hice estas mismas preguntas.

No carece de lógica, aunque espante, el hecho de que sin esos métodos agresivos quizá no se hubiera captado a un parte de la juventud combativa de la clase media ideologizada, y que si se retrocediera ahora de esas prácticas los hombres del poder correrían el riesgo de perder el respeto ante su grey belicosa. Sin embargo, qué país más unido y menos violentado sería, ¿no? Claro, esa madurez no solucionaría de un plumazo los graves problemas de la Argentina, pero al menos bajaría el nivel de enfrentamiento de una sociedad que ahora se habla a los gritos y en la que unos y otros se dedican mutuamente dolorosas amenazas.

Cuando me refiero a los graves problemas estoy hablando, en concreto, de la inflación, que en su primera fase hasta era deseada; en su segunda, tolerada, y en su actual fase es directamente temida. Se pudo crecer con inflación, pero su persistencia en el tiempo y la evidencia de que rondaría en cualquier momento el 27% explica el altísimo nivel de conflictividad social y cierto malhumor general que se venía gestando: los argentinos que estamos dentro de la olla, primero sentimos el agua tibia y luego caliente, pero ahora nos empieza a realmente a pelar. No nos damos mucha cuenta de ello porque estamos acostumbrados a los ardores, pero nuestra incomodidad y muchas veces un fastidio sin explicación va en aumento. La violencia verbal en combinación con el hervor inflacionario formaron de alguna manera el polvorín que hizo posible las batallas campales del sindicalismo y la muerte de un militante del Partido Obrero, algo que no podía perdonarse Néstor Kirchner en las horas anteriores a la muerte súbita. Aun estando en desacuerdo con su poco respeto por la organización interna de la democracia y por el funcionamiento independiente de las instituciones y a pesar de tantas otras transgresiones que este movimiento comete sin pestañear y hasta con orgullo, el kirchnerismo se mostró en las exequias de su jefe como una fuerza representativa e importante, y debe seguir gobernando al menos un año más con el apoyo de todos. La primera duda entonces es si podrá hacerlo sin copiarle al jefe hasta su forma de escupir.

La segunda duda es aún más insondable: ¿será capaz de integrar, como hacía Néstor, al doctor Jekyll y a Mr. Hyde? ¿Lograrán sus herederos acercarse aún más a la izquierda y a la vez tener adentro a la mayor de todas las corporaciones de América latina: el peronismo puro y duro? Este fin de semana la oligarquía peronista -todos esos millonarios con fraseología popular que detentan los aparatos gremiales, territoriales y partidarios, y sin los cuales es imposible la gobernabilidad- cavilaba día y noche sobre cuánto poder reclamaría y cómo se llevaría con una Presidenta que nunca se sintió parte del pejotismo blindado ni de la patria sindical.

Antonio Cafiero me explicó alguna vez que "no cualquiera puede ser peronista, hay que tener un estómago importante para serlo". Se refería, naturalmente, a la cantidad y variedad de sapos que un peronista debe estar dispuesto a tragarse. Del elenco oficial, murió quien tenía el estómago más fuerte e importante. Queda viva una colección de estómagos delicados, y muchos progresistas K y demasiados rancios peronistas de la derecha disputando, por ahora imaginariamente, el timón de un gobierno "heroico" y un Estado dispendioso.

Se verá si los herederos tomarán el camino de la imitación perfecta o si intentarán la riesgosa pero también fascinante búsqueda de la innovación.

© LA NACION